Tiré mi pañuelo al Río


Tiré mi pañuelo al Río


Después de 17 años de no reencontrarme con el espacio de tierra que alberga los restos de placenta y el cordón que me mantuvo unida por nueve meses a ese delicioso, cálido y cómodo apartamento matriarcal que era el vientre de mi mama, me plantee la cursi idea de mostrar a mis vástagos el lugar territorial que mantiene cautiva la ´promesa ridícula de obligar a quienes les toque cargar con mis cenizas mortales, el devolverme a esta tierra que me ofreció prestada al universo por un tiempo definido al momento del pacto entre mis ancestros.

Todo ha cambiado en mi pueblo natal, todo menos los paisajes de ensueño, los bancos de arena cargando plantas efímeras, que en mis tiempo de niña descalza confundía con selvas que hospedaban mis secretos  y travesuras infantiles de cuando simulaba que el mundo era como yo imaginaba.

Las viejas casas, que antes eran mansiones señoriales, vistas por la pequeñez de mi infantil mirada, hoy son solo restos a punto de ceder a las inclemencias del tiempo, olvidadas y abandonadas hasta por los herederos más lejanos. Extrañamente, lo que un día fue mi morada infantil, aquella humildísima casa mitad tablas mitad piedras del río, el lugar más lindo que mi imaginación ha diseñado, aún se mantiene intacta, aunque pequeña y reducida al diminuto espacio que era la sala familiar y el único aposento. Le sobreviven algunos árboles al patio trasero convertido en motel barato, donde los amores furtivos del pueblo aun utilizan para encuentros casuales a 20 pesos el rato.

Más o menos así están las cosas en la garza morena del río. Ligeros cambios que han dado un giro brutal cuando voces del pasado auguran un progreso acelerado a costa de perder más que ganar. Perder por ejemplo la mística y el derroche de humanidad que nuestros padres presumían ante números incontables de turistas curiosos que siempre, casi siempre se acercaban al pueblo para admirar la belleza de la que todos éramos dueños, ya no.





No manejo porcentajes y datos macroeconómicos, porque aún tengo buena la vista para darme cuenta a simple vuelo de pájaros que la gran mayoría de los usuarios de servicios turísticos de pueblos como San Miguelito, San Carlos, y El castillo somos de este país; sin embargo somos tratados, no solo como visitantes de quinta, sino que hasta discriminados. ¿Qué jodido criterio le puede llevar a un dueño de hotel y/ o restaurante de un pueblo pequeño y con pésimos servicios para atender al turismo local y extranjero, a determinar que usted pueda o no tener capacidad de pagar $ 15 dólares por una habitación cuyas condiciones no tienen nada que envidiarle al motelito sucio y con restos de sexo que hoy es la vieja casa de mi infancia?  Triste el panorama para una familia de “ proletarios superados” en busca de re-conocer las maravillas naturales de su tierra de origen con las nuevas generaciones, en un pueblo donde todas las casas son albergues improvisados, si tomamos en cuenta que el turista internacional promedio que visita  este país, lo hace en plan “turismo de aventura”,  busca albergues para mochileros y consume frutas en el mercado del pueblo( en el Castillo no existe mercado o estaba cerrado en temporada alta para todo tipo de turistas)

Un fin de semana largo para la familia nicaragüense promedio significa la posibilidad de visitar en familia nuestros sitios históricos y las bellezas naturales de un país del que presumir de ello es condición que nos identifica. Un fin de semana largo también puede significar la gran decepción de su propio país para una familia que no sueña con visitar “Huacalito de la Isla”  porque su presupuesto jamás se lo permitiría.

Visitar el pueblo El Castillo con mi familia estas pequeñas vacaciones fue motivo de tristeza, insatisfacción y frustración, pues como nicaragüense pude darme cuenta, junto con mis hijos, que las estructuras, el sistema y los grandes y pequeños empresarios de la industria turística incipiente en El Castillo, en su mayoría  son un desastre,  en un territorio estratégico para nuestra soberanía nacional.

Aquella tarde interminable  recorrimos el pueblo entero en busca comida decente y accesible al bolsillo de una familia trabajadora. Aquí pude darme cuenta que, prácticamente, el único servicio que se ofrece en todo el pueblo son los albergues o “ecolodge” que ofrecen tour a sitios “exóticos” del río a precios inalcanzables.  Lástima por mis hijos y los hijos de otra familia que, igual que la mía, salió del Castillo con la certeza de no volver.

Increíblemente regresé convencida que la incipiente industria turística de este país, que básicamente  administra todas nuestras riquezas naturales,  están desarrollando estrategias dirigidas a captar únicamente la atención del turismo internacional, ¿basados en que estudio de consumo? si somos las pequeñas familias trabajadoras quienes llenamos bares, centros recreativos y hoteles en periodo de vacaciones.

Algo anda muy mal, algo no está funcionando bien. El ente regulador de estas industrias debe tomar cartas en el asunto de inmediato, a menos que estén guardando un as bajo la manga, a propósito de la “ruta del canal”,  y aun así, de no cambiar la estrategia de “palo para el turista local, pan para el extranjero” los está llevado por muy mal camino.

El Castillo se ha convertido en los últimos años en el principal destino del turismo nacional, producto del bombardeo mediático que se ha dado a la exaltación de propiedad territorial del Río San Juan, sin embargo, la realidad que uno encuentra al pisar tierra firme  se contrapone a las imágenes que venden los medios de comunicación local.  No creo que sea justo para los empresarios que no entran en este grupo al que hago mención, que tengan que pagar las consecuencias de una mala estrategia para vender servicios turísticos al consumidor local.

De mi parte esta fue la penúltima vez que visité el Río San Juan, porque, aunque mal pagada de este viaje, aún debo cumplir una promesa final con mis ancestros, depositar mis cenizas al río, antes que desaparezca del mapa.  


Vicky Borge.









































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